Tarde veraniega

Ocurrió una de esas tardes veraniegas, donde la tierra dormía abrazada por el Sol y las raíces de los olivares. El aljibe debajo del olivo mas añoso, estaba seco. Curiosamente el zonda flexionaba las elásticas ramillas de los más jóvenes en dirección al pozo.

Marta observaba desde la ventana de la cocina y pensó lo triste y gracioso que parecían aquellos árboles reclamar su sustento aquella siesta. Algún impulso característico de su edad la hizo salir y arrimarse hacia aquellos nudosos olivos. Sentía un imperativo llamado de acercarse, de mirarlos detenidamente y observar sus grietas ¿Y luego? Simplemente se dejaría sorprender, como toda niña no planeaba demasiado las cosas.

En el fondo de la casa, su padre no podía dormir por el calor y encontró una buena excusa para levantarse cuando escuchó rezongar los goznes de la puerta. Pensó en aceitarlos, algún día lo haría, pero era un problema que no le quitaba el sueño, en cambio la sed sí lo arreciaba.

Se arrimó a la ventana que había dejado su hija hace un instante. Se inclinó y abriendo el grifo bebió un poco, salía tibia. Lleno un vaso. –Unos hielos no le vendrían mal – pensó el hombre. Se encamino hasta la heladera. Estaba por abrir la puerta del refrigerador, cuando de refilón, por el rabillo del ojo, observó la silueta de una muchacha morena a la sombra de sus olivos.

Se detuvo y volvió hasta la ventana escudriñando a través del vidrio sucio de la cocina. Marta le daba la espalda y el vestido floreado azul y blanco se agitaba a la altura de las rodillas. El pelo castaño ondeaba sobre sus hombros tan grácilmente como la prenda en cuestión. Su piel morena se asemejaba a la tierra debajo de sus pies. Allí junto a los olivos parecía una extensión más de tierra fértil, un frondoso árbol, exultante de juventud.

Los ojos de su padre brillaron, -no sabemos bien porque – mientras se llevaba el vaso a la boca. Apuró el vaso y se secó con el brazo unos labios que no podía disimular una pequeña sonrisa.

Lo que sí sabemos es que su padre era un hombre de manos ajadas y terrosas y ceño fruncido, y que nunca escribió una poesía…hasta ese día. Lo curioso es que no necesitó lápiz ni papel, la grabó en su alma mientras la imagen de su hija le hacía cosquillas en el corazón.

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